Universo literario
Cuento completo (Contiene spoilers de la obra de teatro)
Soy El Hombre
Me llamo Juan, como todos. Antes imaginaba que mi nombre era Miguel, pero ya dejé de jugar con esas cosas. Es un gusto hablar con usted y contar con su atención. Ruego me disculpe si me pongo aburrido, y espero realmente que tenga paciencia y escuche mi historia, que es la historia de todos nosotros.
Después de la invención de la píldora anticonceptiva y pasado ya el furor del sexo, mucha gente en el mundo de la ciencia pensó que algún día todas nuestras actividades podrían reducirse a la sencillez de una pastilla, pero pronto nos dimos cuenta de lo complicado que era el mundo orgánico; de lo difícil que sería llegar a tal utopía.
Pero la humanidad se hizo para luchar, así que nos conformamos con nunca llegar a esa utopía mas sí a detalles que hicieran nuestra vida un poco más cómoda.
Mucho tiempo después de inventada la píldora llegó a la mente de los científicos una idea brillante: si el cuerpo de una mujer podía absorber material inservible del tipo de la placenta, así también como los restos del semen masculino, externo a ella, ¿qué impedía poder ayudarle a deshacerse de “otras” cosas?
Se pusieron manos a la obra y después de una que otra década, obtuvieron interesantes resultados. Años después se hizo comercial la primera píldora antimenstruativa: un cóctel orgánico que enseñaba al organismo femenino a reabsorber su propia menstruación, los desechos que durante milenios la habían incomodado. Al principio —¡claro!— fue rechazada. Había movimientos naturalistas y feministas que abogaban sobre contradecir a la naturaleza y retar a Dios. Otros movimientos eran más aterrizados y empezaron a aducir que los efectos secundarios eran casi mortales, lo que era una vil patraña. La mayoría de los movimientos fueron artificialmente creados por empresas de utensilios higiénicos femeninos, que subsistían gracias a esa “maldición” (como decía una propaganda de la época) que recaía todos los meses sobre las mujeres.
Finalmente y después de tres décadas de ensayos y multimillonarias guerras judiciales, virtuales y físicas, la antimenstruativa se impuso. Era lógico: ¿A qué mujer no le hubiese encantado tener una preocupación menos en su mente? Con el tiempo se había hecho aún más útil, al trabajar inhibiendo ciertos dolores menstruales y sentimientos de desasosiego. Se abarató y por fin se hizo universal: una mujer no podía vivir sin su píldora.
Podría hablarle de la tiranía que generó el control del comercio de píldoras, pero en mi relato este es un detalle eminentemente superfluo. Unos veinticinco años después de su conversión en “necesidad fisiológica” de la mujer, las marcas se empezaron a fusionar y la publicidad emergió por última vez. Al cabo de cuarenta años, sólo existía una institución destinada a fabricar las píldoras antimenstruativas …y estaba auspiciada por el gobierno mundial, de forma que podían conseguirse hasta gratis. Por supuesto, ya no necesitó publicidad.
Y he aquí que aunque todos los argumentos de aquellas lejanas campañas eran falsos, sí existían efectos secundarios. Efectos secundarios que sólo podían haberse presentado después de tres generaciones provistas de su dosis semanal de píldora. Efectos secundarios que los científicos de entonces no llegaron a relacionar inmediatamente con la píldora. ¿Por qué iban a hacerlo? Nunca había existido un solo problemilla, en más de un siglo de comercialización. Pero hubo un año en que más de la mitad de las mujeres del planeta tuvieron desórdenes hormonales. Entonces los sabios dirigieron su mirada a la píldora. Ese mismo año descubrieron que la antimenstruativa era la causante, y en ese mismo año las tres cuartas partes de las mujeres que nacían lo hicieron sin ovarios. Aún con algo de sabiduría, la humanidad protegió más que nunca sus bancos de semen y óvulos.
Pero de nada sirvió. Óvulos y mujeres se deterioraron primero, empezando por las habilidades reproductivas. Los hombres presentaron síntomas diez años después. La infertilidad fue grave. Gravísima. La mitad de los hombres nunca podrían tener hijos, y casi ninguna mujer sobre el planeta.
Con el último intento revirtieron el proceso, pero sólo las mujeres aún con ovarios tuvieron salud. Las otras morían. Y por el otro lado, menos del uno por ciento de los hombres del planeta eran fértiles. En cuestión de veinte años el panorama mundial cambió drásticamente, mostrándole claramente al hombre su peligro de extinción. Dejaron de existir abogados, profesores, arquitectos y contadores: las únicas profesiones plausibles eran las que se relacionaban con la biología molecular, y la genética. En diez años más sólo quedaba la trigésima parte de la humanidad. Todos los seres humanos eran estériles, debido a que el mal se heredaba y empeoraba con cada generación. La máxima esperanza de vida mundial fueron unos ridículos cincuenta años. A la gente dejó de importarle nuestro destino como especie y se limitó a ser feliz. Ése era el paraíso, señor, y debió haber sido nuestro feliz final.
Pero pequeños sectores de la humanidad habían seguido experimentado con el material genético congelado, tratando de obtener alguna respuesta favorable. Cuando sólo quedaban unos cuarenta y cinco millones de personas en el mundo, los científicos abandonaron el proyecto inicial y se dedicaron a intentar la clonación. Sólo asegurando la subsistencia de la especie unas décadas más podían obtener el tiempo necesario para hallar una cura. Fue así como se clonaron unas dos millones de personas diferentes. De ellas la mayoría presentaban la enfermedad aún peor.
Pasaron así otros crueles cincuenta años, a través de los cuales se extinguió la especie humana en su forma natural. Sólo quedaban ochocientos mil hombres y mujeres clonados, viviendo en gigantescos laboratorios y correspondientes a sólo cinco mil tipos diferentes de individuos. Lo que quiere decir que existían miles de personas exactamente iguales entre sí. Los llamaban por el nombre originariamente inventado para ellos, seguido de un número que los identificaba. Éstos tenían una esperanza de vida de treinta años, y obviamente eran estériles también. Las mujeres —y sus óvulos— cayeron en un deterioro que las hacía cada vez más débiles. Pensando en que no había más opción, empezaron a estimular combinaciones aleatorias de los ADN de todos los habitantes.
Fue algo sorprendente…justo cuando la esperanza de vida había alcanzado el espeluznante nivel de los veinte años, nació —perdón, se creó— un ser humano normal y fértil. Un hombre que viviría hasta los noventa años. Se dejaron de clonar a los otros materiales genéticos, y se automatizó el proceso. Lastimosamente, un accidente sepultó a los científicos junto con la biblioteca virtual en la que residían muchos de los conocimientos que la humanidad había acumulado durante milenios. La máquina, sin embargo, siguió funcionando…
Fuimos mil millones cuando empezamos a desaparecer. La razón era que los Juanes decidían de vez en cuando que su existencia no tenía sentido, y acababan con ella. Aparecíamos sin que nos diéramos cuenta en algún lugar del mundo, de alguna extraña manera, y no sabíamos por dónde se nos llevaba ahí. Llegamos a desarrollar lenguaje y civilización, hasta que logramos acceder a la antigua tecnología, averiguando su ubicación. Para ése entonces éramos menos de un millón; los demás se habían suicidado. Las computadoras nos enseñaron el conocimiento con imágenes enviadas directamente al cerebro, y tuvimos una nueva esperanza: aprender. Nuestro número subió a seiscientos millones, hasta que los suicidios volvieron. Los últimos diez años nos consumieron tratando de lograr crear un ser humano distinto…pero sano.
A mí eso ya no me importa. Juan WRE56 murió hace tres días, en frente de mí. No se suicidó: era mucho mayor que yo y ya estaba enfermo. Él me estaba ayudando a crear una mujer sana. Ahora no tengo a nadie más. No creo que soporte la desesperación. He decidido programar la máquina para que intente probar con combinaciones aleatorias. Si algún día consigue generar una mujer sana, creará otro Juan y los pondrá en un sitio apropiado en el mundo…un paraíso. Acto seguido, se autodestruirá, dejando sobrevivir únicamente este papel y algunas otras notas morales que esconderá en una cueva.
Espero que algún día alguien esté leyendo esto.
Manuel Julián Escobar Díaz, copyrigth